Y fuimos como si el desierto floreciera

Teatro Junín. Fotografía de Jorge Obando, 1926.

Por Eduardo Escobar
Fotografías del Archivo fotográfico de la Biblioteca Pública Piloto

 

Si odiara a Medellín por todo lo que me hizo sufrir con sus insidias y sus acosos, tanto como debiera odiarla por lo que no me dejó hacer con sus flacas bellezas y mis debilidades y mis sueños pertinaces, y si mi vocación fuera la crueldad del humanismo bolchevique o del nacionalista nazi, diría para vengarme, desprestigiándola, que el primer indicio que la muy mezquina pudo ofrecerme de la alta cultura laica, la que florecía más allá de la imaginería del culto, los cantos de iglesia y los himnos de los patios de los colegios, ocurrió una mañana de junio. Entonces me presentó el espectáculo melancólico de unos deprimidos artistas españoles echados del Hotel Europa a la calle, por falta de pago, supongo. Me impresionaron tanto esos fieles del culto de Calíope, Melpómene y Euterpe, que aún tengo fresco el recuerdo como una mancha en mi inocencia. El grupo de desconsolados de ambos sexos, arrojados ahí, como hubiera dicho Jean Paul Sartre, como piedras, como escupitajos, como basuras en plena vía, figuraban la alegoría del abandono. Todos con la misma cara de circunstancia, sentados en el andén sobre baúles que recordaban los sarcófagos, el puño en el mentón, o de pie mirándose las puntas de los zapatos, el rictus de la tragedia en las comisuras, o fumando un cigarrillo como si no pasara nada.

Recuerdo que el silencio circundante se podía cortar con cuchillo. Y recuerdo que una joven, de moña mustia, fuera del eje a esa hora temprana del día, se quedó mirándome mientras le acariciaba la cabeza a un hombre de pelo dorado, corbatín y esclava de plata. El silencio entre los tres parecía un abismo. Otra le daba vueltas a una sortija de boda que debía saber de casas de empeño. Y había dos que me impresionaron sobremanera: una muy vieja para andar en esos litigios con tantas arrugas maquilladas, y la otra, demasiado joven para la desgracia que le estaba tocando vivir. Eran con mucha probabilidad las encargadas de los servicios menudos de la tropa, la pega de botones, las aguas de tilo, el pago de los impuestos en la municipalidad, el envío del correo. Ayudadas por un adolescente enano que tenía todos los aires del consueta, se empeñaban en mantener dentro de un huacal de tablas oscuras y sueltas, enredos de pelucas, campanillas ensartadas en cordones de raso, un zapato rojo muy gastado, los flecos de un mantón mordisqueado por unos ratones que debían haber abandonado el barco porque no parecían por parte alguna, hirsutas peinetas de carey, castañuelas y otro montón de cosas de esas que suelen trastear entre sus corotos los artistas trashumantes en todo el mundo.

Olía a tristeza animal, a resignación, a sudor de escenario, a trapos al sol. El hotel, una edificación incalificable, art déco con reminiscencias rococó, según mi memoria de ahora, estaba situado, simbólicamente, en el mismo lugar donde hoy se yergue todavía victorioso, hasta que Dios quiera o algún talibán despistado lo permita, el emblemático edificio de la aguja de Coltejer, celebración de unos tiempos cuando Medellín aún cosía, no habían soltado el tigre de la China industrializada y los Echavarría todavía eran ricos. En ese lugar, cinco años más tarde, o siete, el pormenor no importa, le dieron un premio a León de Greiff, espantado de la parroquia a Bogotá en tiempos del general Uribe Uribe, para remediarle ese estado del alma que él mismo nombró como la simplatía. Y allí abrió, según mi memoria que sigue siendo buena, pero a veces adorna y desadorna, la Bienal de Coltejer. Muestra del gran arte moderno. Dirigida por un odontólogo narigudo del Opus, llamado Leonel Estrada. Pero estábamos en otro asunto más triste.

En silencio se miraban los unos a los otros con ojos vacíos, como se miran los actores cuando el absurdo les hace perder el rumbo del drama y se les embolata el parlamento y solo esperan que se abra la tierra y se los trague. Una nube de paso se detuvo sobre una ceiba florecida de orquídeas en la avenida. Un par de policías famélicos de uniformes verdes escurridos contemplaban la patética comparsa, azotando sus palos en las palmas de las manos izquierdas. Unas palomas indiferentes al drama hubieran picoteado en el pavimento. Pero no había palomas. Entonces la carrera Junín no era peatonal todavía, no la habían enlosado con los productos de los hornos de los Olarte cuando uno de sus primos fue nombrado gobernador.

Los periódicos del otro día dieron la noticia con pormenores, registraron los nombres de los artistas principales del reparto y contaron la historia del grupo cómico-musical. Así supe que no era la primera compañía de zarzuelas que cerraba una carrera de éxitos en Medellín, después de cosechar aplausos y vítores por las islas del Caribe, las capitales centroamericanas desde México a Panamá y los más exigentes escenarios de la América del sur entre Manaos y Buenos Aires, según el programa de mano que ilustraba la crónica. Por obra y gracia de los desahucios de sus implacables hoteleros, con quienes debería estar agradecida, se enriqueció la radio en Medellín, el radioteatro y los programas de variedades, gracias al aporte de esos genios varados. A veces se quedaban a vivir por pura terquedad o por alguna torcida inclinación sadomasoquista, en esa ciudad que cifraba todo su orgullo en los valores del trabajo práctico, las actividades industriales y financieras y las virtudes superiores del acero comparadas con los pobres, inútiles y rancios intangibles del espíritu, que sirven de alimento a la esperanza.

Fernando González. Fotografía de Gabriel Carvajal, 1949.

Al fin se morían de viejos. Me acuerdo. Cobijados por la discreta admiración de sus habitantes, que tal vez, pensando mal, disfrazaba la lástima que debía inspirar la pátina de pobres perpetuos, sus boinas desmayadas sobre la calvicie y sus corbatines bohemios. Se les veía merodear por La Voz de Antioquia en la calle Maracaibo, cerca de los estudios de RCN en los bordes de la Estación Villa, por los lados de la plazuela donde funcionaba la emisora Nutibara, que a veces pasaba melodramas al mediodía. En busca de un almuerzo de gorra, trastabillando por las cantinas de la bohemia precaria las noches de los viernes, revueltos con los serenateros y las putas de calle, recitando versos de andaluces, parados sobre un charco de vómito, con ínfulas en la pronunciación y muchos ademanes y unas pausas largas, largas, para mantener el suspenso del irrespetable público de los amaneceres municipales. Recuerdo al viejo polaco alcohólico que me hablaba de sus trabajos con Stravinski, de su amistad con Cantinflas, de su pasado glorioso en París. Desprendido de alguna de esas comparsas fracasadas. Irradiaba una gran dignidad de su indigencia. Al fin se regeneró. Y lo encargaron de un grupo de teatro de muchachos descarriados financiado por la alcaldía. Pero antes debió arrastrarse muchos años el pobre hombre por las avenidillas del Parque de Bolívar. Antes de recobrarse y de pasearse ante mí, orgulloso y triunfante, con su chompa de raso y la enhiesta pajarilla recién comprada, en la entrada de la alcaldía. Junto a la cual todavía no hacían guardia los volúmenes mudos de Fernando Botero.

Ahora mientras escribo, tragándome estas lágrimas virtuales, puedo comprender mejor la desesperación de mis padres cuando descubrieron que yo estaba escribiendo poemas. Envejecieron diez años de sopetón. Ellos pensaban que iba a completar la desgracia de elegir un mal oficio, que más parecía un maleficio, con la manía de hacerles odas a los semáforos recién instalados, pintados de amarillo, y a los aviones grises que salían del aeropuerto cercano que reemplazó el que había sido preparado para la incineración de Carlos Gardel. Habiendo mariposas y sinsontes, y tantas flores para rimar, y el cielo de un azul terso y tibio, los nadaístas hablábamos en los poemas de los cigarrillos norteamericanos que nos gustaban. Que poco a poco desplazaban los amargos picadillos de los Pielroja y los Dandy y los Excelsior de cajetilla azul. En sus charlas íntimas sobre la gravedad de mi asunto, cuando trataban mi caso y no estaban tratando de hacerme otro hermanito, mis padres debieron preguntarse a quién se le pasaba por la cabeza publicar esas cosas en los periódicos avergonzando a la familia. Y me pusieron en manos de un siquiatra de una congregación mariana, de piel alabastrina, chivera y una virgen de porcelana en una repisa del consultorio. Este me recetó una temporada en el reformatorio de los terciarios capuchinos en Fontidueño por donde ya habían pasado Dariolemos y Humberto Navarro, por causas parecidas. Allá me ayudarían a ajustar el carácter y me apartarían de los versos hacia la mecánica automotriz o la carpintería, dijo el doctor Robledo, o debió decir el que fue director del hospital mental mucho más tarde, antes de que Dariolemos lo convirtiera en su palacio de invierno bajo la protección del doctor Darío Díez.

Cuando volví a la casa paterna después del encierro, una noche de noviembre, o de mayo, a todos nos da lo mismo el nombre de los meses, encontré a todas las monjas de la parentela revoloteando sobre mis cosas, asperjando mi cama con aguas de San Ignacio, prendiendo medallas y añusdeis en las entretelas de mis chaquetas recién compradas, porque me habían aperado el ropero y conseguido un trabajo de negro en la oficina de un usurero, con la ilusión declarada de que la dicha de la primera quincena indujera en mí el desprecio por lo que llamaron mis veleidades intelectuales. Esa era la lógica en los barrios del mundo. Solo había que cebar el bolsillo del disidente para curarlo de heterodoxias y para que se animara a emplear sus manos y su mente en mejores cosas que los errores demasiado notorios de la retórica convertida en oficio. Ahí estaba el ejemplo de Barba Jacob, para probar los males de esos caminos. Ahí estaba Epifanio Mejía, tan dulce y bueno y confundido. Pero la cosa no funcionó conmigo. La verdad sea dicha.

Por todo eso, siempre que me preguntan por la vida cultural en Medellín mediando el siglo pasado, por eso que llaman las actividades artísticas, en la ya entonces llamada ciudad industrial de Colombia, después de la caída de la dictablanda del general Rojas Pinilla, en los albores del frente nacional que intentó curar las heridas del sombrío período de la violencia liberalconservadora, no sé si acudir a la palabra desierto o a la palabra limbo para describirla. En todo caso, sé que esos años fueron el umbral hacia otras cosas, hacia otros mundos en germen todavía. Y que comenzó la desdemonización de la marihuana que poco a poco dejó de ser la yerba maldita para sacralizarse en panacea. Y entonces aparecieron los nadaístas con sus disfraces, sus pipas envenenadas de media vara, bien cargadas, las greñas de bohemios, las caras de inopes, de miopes, de mal dormidos, gorras ladeadas, libros en el sobaco. Como anuncio impreciso de un relevo de sueños.

Gonzalo Arango. Fotografía de León Ruiz, 1970.

Entonces la única biblioteca pública era la recién fundada Piloto que abría con el patrocinio de la Unesco en una casa vieja de dos patios en la avenida La Playa. La Playa, así llamada no para aludir al mar lejano, al mar no visto del poeta Francisco de Asís Bogislao, sino en recuerdo de la quebrada que corre, o corría, por el subsuelo, empaquetada en tubos de concreto hacia el río densoscuro, donde ya habían dejado de venir los patos canadienses según contaba el Negro Billy, el cantante, bajo profundo, del grupo. El río, dijo un poeta de los contornos de Envigado, partía la ciudad en dos tajos de hierba. En su juventud, me acuerdo yo, el tren aún corría por la orilla del río, gritando.

La biblioteca tenía las cerraduras de color mantequilla. Las ventanas eran altas, celadas. El director Arroyave tenía una motocicleta más poderosa que una enciclopedia, más silenciosa que un libro cerrado, que el vuelo del búho, reluciente como la letra capital de un devocionario de rey húngaro. En el patio trasero estaba la sala de música, espacio cubierto por una marquesina de hierro, donde se podían escuchar discos de música clásica, Beethoven y Dvorak, Bonporti y Vivaldi, sin que molestaran los pájaros de las ceibas de afuera. Una novedad. El villorrio comenzaba a hacerle fieros de urbe al futuro. El villorrio cuyas únicas músicas vivas habían sido hasta entonces las serenatas que les llevaban los novios borrachos a las muchachas con tiplistas contratados en los restaurantes y las cantinas de la avenida Primero de Mayo frente al Teatro Avenida, especializado en las películas de la Metro-Goldwyn-Mayer. En la esquina opuesta a la casa republicana funcionaba, complementando el pequeño milagro, el instituto de bellas artes, un cubo de un rosa demacrado por fuera, corroído por las bacterias del estuco, y por dentro un antro sombrío, de ventanas avaras, donde las niñas bien estudiaban solfeo, para ser pianistas y cantatrices, o aprendían a pintar montañas a la acuarela mientras les llegaba la hora de casarse con un muchacho deformado en el colegio de los jesuitas o en el de los hermanos cristianos, convencido de las dos únicas cosas imprescindibles para vivir en el lugar, en paz y sin contradicciones: que Dios existe y que hay que enriquecerse para honrar a la raza. La raza era una palabra muy traída y llevada en los discursos de los alcaldes a la hora de inaugurar una glorieta, que ya empezaban a proliferar, o en la exhibición anual de vacas de concurso, de ubres beneméritas, y de caballos que caminaban como si bailaran bambucos y que al otro día aparecían en las páginas sociales de los periódicos con su nombre, Casquivana, o Emperador, junto al registro de los nacimientos de los hijos de los comerciantes ricos y de las bodas de dedo parado y la lista de las películas prohibidas para todo católico. En el instituto crecía Teresita Gómez, la pianista. Pero nadie sabía de esa niña milagrosa que asistía a las clases de piano acurrucada detrás de una cortina roja.

Había media docena de librerías: la Editorial Difusión vendía libros mexicanos y argentinos, cosas de Julio Verne y Emilio Salgari y cursos de inglés; la Continental también vendía lápices y borradores y cuadernos y papel mantequilla, mezclados con las biblias de lujo y los textos de mitología; la Nueva la manejaba el hermano astigmático de un clérigo, erudito a la violeta para decirlo a la antigua. En la Científica, en la calle Boyacá, cerca del Parque de Berrío, especializada en libros de medicina, ofrecían a veces entre los manuales de primeros auxilios y los tratados de cirugía y herbolaria y homeopatía, y sobre las virtudes terapéuticas del limón y del ajo, libros de Antonin Artaud, pero no por incongruencia del encargado de los pedidos sino por el intenso contacto que tuvo con los siquiatras el lamentable poeta francés. En la Continental hacían tertulias. Gonzalo Arango intentó integrarse a la tenida de sabios relativos que convocaba Bustamante. Pero le hicieron el cajón. ¿Quiénes? El bueno de Bernardino, el director del coro de la normal de señoritas, y el director de orquesta chileno sin orquesta porque la única orquesta era la banda sinfónica de la Universidad de Antioquia que dirigió hasta que me fui del lindo erial un maestro húngaro pícnico, calvo y rubicundo, de mejillas vibrantes y tersas como culo de recién nacido. Alcohólico de andar tembleque, a veces iba hablando solo bajo la lluvia con el sombrero en la mano. Los chismosos le endilgaban el rasgo de un refinamiento secreto: el gusto por las lolitas, por las muchachas en sazón. Pero la ciudad todavía se parecía mucho a la de León de Greiff: chismes, catolicismo y una total inopia en los cerebros. No había llegado la novela inmortal de Nabokov a las librerías mucho más castas, ni siquiera a la Horizonte del cojo Federico Ospina, liberal de la escuela del Indio Uribe. Porque la Horizonte solo abrirá la semana entrante. O mejor dicho, dos párrafos más abajo.

Gonzalo no tenía la ropa adecuada para la cofradía burguesa de la Continental, ni siquiera tenía una corbata seria, y ya estaba dejando de peinarse. Además fumaba como un demonio loco y el espacio era estrecho y sin ventilación suficiente. Y quedó por fuera de la sociedad de eruditos el hijo del telegrafista conservador llamado Paco. Para ajustar, todo se sabe en la aldea, a veces se le veía coger el rumbo de Guayaquil, el barrio de los perdidos, a gastarse la plata que le regalaba Alberto Aguirre para que se desahogara con una ramerita del baratillo de la carne viva. Otros, cuando se atrevían a darle un respiro a la rigidez moral y a las convenciones del catolicismo, cometían sus pecados carnales en los prostíbulos de postín de Lovaina, los mismos que le sirvieron a Fernando Botero cuando abandonó al arzobispado de quinientos mil habitantes, para las fantasías de su circo de cinco pistas que lo hicieron rico y famoso. Antes de partir, Botero le confesó a Gonzalo Arango que él solo ambicionaba conseguir el dinero suficiente para comprar una tienda en Sonsón, contratar un dependiente honrado y encerrarse a pintar en la trastienda. También se soñaba en la esterilidad del ambiente. Y los sueños a veces se quedan cortos. Botero prometió volver. Y volvió. Y compró una casa cerca del Sonsón del sueño de tendero. Pero se la atracaron y quemaron. Y Botero Angulo retomó las de Villadiego.

Es posible que el autoproclamado profeta de la nueva oscuridad haya tendido el cebo del nadaísmo para tener con quien soñar y conversar sobre todos esos libros que había leído como secretario de la biblioteca de la Universidad de Antioquia, cargo que le concedía el privilegio de las llaves del infierno de los libros prohibidos, confinados en un cuarto reservado, bajo tres cerraduras, para salvarlos de las pesquisas de los agentes del arzobispado. Decían que la curia incursionaba en la Piloto de semestre en semestre para purgarla de los libros impertinentes que podían poner en peligro la pureza de la fe. Pero también es posible que Alberto Aguirre, que lo protegía como a un hermano menor, en su fuero interno, porque de dientes para afuera lo denigraba siempre que podía, comprara la librería Horizonte, frente al teatro Ópera, donde comenzó a heder el nadaísmo en la turbia normalidad, para que Gonzalo tuviera su propia tertulia. Si no me engaño con un falso recuerdo, ahí en el Ópera, Santiago García y Fausto Cabrera montaron la primera obra de teatro de Gonzalo Arango, HK 111. Yo fui al estreno disfrazado con un abrigo de paño inglés que Laureano Gómez le había regalado a mi padre. Era como llevar un sauna puesto.

Festival de Ancón. Fotografía de Horacio Gil, 1971.

Y para qué librerías en esa pobreza de todos los que nos acercamos por afinidad electiva al aullido solitario del profeta. Asomarse a las vitrinas de las librerías era someterse a una variante del clásico suplicio de Tántalo. No tuvimos otro remedio que convertirnos en ladrones cebados. Robábamos los libros a manos llenas sacándolos bajo las camisas, de la librería de Bustamante, de la Marín, o de la misma biblioteca Piloto, por piedad, para poner los mejores a salvo de la purga canónica. Resueltos a perder la virginidad intelectual como fuera, la falsa inocencia, cuyo otro nombre es ignorancia, a la que nos habían acostumbrado los colegios confesionales a los que nos condenaron. Academias regidas por sonetistas profesionales, por autores de tratados de ortografía con cara de quijote, arqueólogos frustrados que a veces publicaban en el suplemento de El Colombiano sus hallazgos cerámicos, sus lamentos de amor. El Colombiano fue siempre el principal diario de la aldea en plan de volverse otra cosa, y entre sus informaciones incluía en ocasiones, junto a la lista de las películas prohibidas para todo católico y las notas sociales donde hasta se contaba de la vida social de los caballos y las vacas, apartes de alguna homilía del director de la Hora Católica, la Horca Católica, la llamó un nadaísta, el espacio radial de más prestigio en el dial, descontando las chambonerías de Montecristo, entre el humor y la tragedia de lo meramente vulgar, y el noticiero meridiano de Martinete, un señor que hacía política barata y clamaba por las loras perdidas y las carteras olvidadas en los taxis. Alguien definió a Medellín como un paraíso sin serpiente. Pero tenía arzobispo. Que ya es algo.

Lo más triste no era la banalidad del bien. Lo peor era que a veces uno creía que era feliz porque el cielo era azul y las muchachas eran bellas y perfumaban las orquídeas y corrían por la calle Junín las motas de los balsos del Parque de Bolívar. Y a veces uno hasta pensaba que estaba viviendo cuando solo agonizábamos entre unas montañas. Fernando González decía que en Medellín los muchachos nacían muertos porque nacían para estudiar, estudiaban para trabajar, trabajaban para casarse y se casaban para morirse. Galerías de arte, ni una sola: a veces un viejo pintor, maestro en el instituto de bellas artes, mostraba sus cuadros en el Club Unión, pero se los hacían descolgar cuando colaba en la selección un desnudo demasiado ambicioso. Conciertos, de cuando en cuando daban alguno en el teatro Lido, a cargo de un maestro norteamericano o un ruso asilado en los Estados Unidos o el grupo de música antigua de Álvaro Villa, mártir del bien y la belleza, y Gustavo Lalinde. Pero la boletería costaba un ojo de la cara. Los del montón como nosotros debíamos contentarnos con la retreta dominical de la banda de la universidad. Las ediciones de poesía estaban limitadas a los cuadernos Horizonte, que publicaba cuando era posible y tenía ganas Federico Ospina. Ospina nos dio a probar contra los hartazgos románticos de Gutiérrez González de las clases del colegio, migajas de la poesía de De Greiff, otro escapado de la ciudad, como al fin y al cabo tuvimos que hacer nosotros para salvarnos de la muerte por aburrimiento.

De año en año venía al teatro Lido la señora Berta Singerman, una declamadora argentina vestida de velos, seguida por un cortejo de suspiros, arrastrando erres por los escenarios, las sombras blancas de la noche bogotana de Silva, alargando las sílabas como si se fuera a desmayar, y arreaba los camellos de Guillermo Valencia por esos desiertos temblorosos de una Nubia ideal con neblinas de Popayán y repetía las canciones marihuanas de Barba. Nunca asistí a los recitales de la Singerman, pero la vi muchas veces en la televisión que comenzó a encender sus grises hogueras en todas partes, como parte del lento proceso democratizador del arte. Qué amargura.

El mundo es como es. Imprevisible. Debajo de la postración aparente, fermentaba lo otro, lo inesperado esperado. La descortesía hacia lo demasiado bien puesto, el descontento de la normalidad, el malestar frente a los engaños metafísicos y la ausencia de estímulos. La ira, de la cual era símbolo Fernando González en el ostracismo de Otraparte, aunque él ya estaba digiriéndose a otra dimensión más allá de la conciencia del grande hombre incomprendido, que retrató en El maestro de escuela, uno de los libros más tristes del mundo. Y que explica estas notas sobre el lugar que representaba el intelectual libre y lo que debía tributar en miserias la conciencia crítica en Medellín mediando el siglo XX.

Por eso cuando el escritor envigadeño supo que existíamos nos invitó a su casa. Él había enfrentado solo la esterilidad medioambiental, la defensa del libre examen; nosotros éramos pandilla. De escándalo en escándalo nos fuimos haciendo entender. Y el establecimiento en consecuencia nos hizo huéspedes de sus cárceles, sus reformatorios y sus manicomios, y nos puso en el velador. Desde aquí contemplo unas imágenes cuyos perfiles no pude discernir entonces como un vaticinio, como un aliciente de un futuro mejor. Debajo de la agonía, la vida empujaba, pugnaba por manifestarse. En lo masivo de la inercia general fulguraban algunas individualidades contra todo. Elaborando lo suyo, en la maraña de lo pragmático, transfiguraban la banalidad del mal en alma y el estupor en aventura. En la aparente escasez, mientras los borrachos repetían los poemas de Jorge Robledo Ortiz a los abuelos, modernismo de repostería, y los poetas de la burocracia oficial coronaban reinas de feria y publicaban epitalamios de frígidos que a veces paraban en pasillos, y los místicos de misa dominical y prostíbulo de viernes celebraban sus contriciones en versos cantarinos, pervirtiendo la mística en espectáculo, se preparaba un tiempo de versos rotos, el de nuestros vicios públicos y los manifiestos podridos y las camisas rojas y los sacrilegios. A veces íbamos al cineclub, Aguirre nos daba entrada franca, sabedor del estado famélico de nuestros bolsillos. Allí ensayamos las primeras películas de Fellini, prohibidas por inconvenientes por el pastor vaticano cuyo palacio blanco dominaba una esquina en la avenida La Playa.

Fernando González, consolado en su soledad por unos contados amigos, era invisible todavía. Era invisible Débora Arango, su vecina, y eran invisibles sus monstruos y miserias amotinadas, educados en escuelas mexicanas; de ellos apenas se hablaba como de un tabú. En la montaña de los caminos que suben a Las Palmas, un pintor bogotano reproducía pacientemente la misteriosa simplicidad del mundo. Se firmaba Mefisto. Era un maestro del secreto. Y había ese hombre largo y rubio que todas las noches iba a sentarse en el Metropol a escribir un libro, ausente, embebido en su tarea hasta el amanecer. Cuando comenzaba a despuntar el sol, recogía las hojas de su fárrago y quién sabe lo que iba pensando mientras sonreía al salir. Me hubiera gustado hablar con Roberto Juarróz, que por ahí andaba enhebrando enigmas gramaticales. Pero era escaso como si no fuera argentino. Ernesto Cardenal a veces bajaba del seminario a visitar a Fernando González y nos dejaba una carta recomendándonos un libro o invitándonos a practicar las virtudes de la poesía exteriorista. Pero era elusivo. En el erial sucedían cosas que la conciencia oficial se negaba a registrar. Sucedían, pero en lo invisible, tácitamente, a la solapa. Y por eso fue que a la larga casi todos los nadaístas tuvimos que irnos, a Nueva York, a San Francisco, a Bogotá que estaba más cerca, los más perezosos. Cansados de las agresiones de los niños bien y del asedio de la policía secreta que una vez confundió los poemas de Jaime Espinel con la correspondencia en clave de una conspiración política. Y en efecto, conspirábamos. Pero sobre todo escapábamos del intolerable vacío de una ciudad que había sido capaz de prohibir como si fueran pecaminosos los libros llenos de inocencia de Fernando González. La voz general de los poetas parroquiales de oficio, cantores del santísimo sacramento, y también los liberales, incluso los corridos en el espectro hacia la izquierda nos apostrofaban de sucios e inanes y decían que no éramos serios, que éramos apenas unos payasos, unos bufones de la burguesía. Los nadaístas nunca nos quejamos por eso. Por una sola razón. Porque tenían la razón. Y porque nosotros jamás nos tomamos en serio. Lo serio era la vida, vivir; lo demás era la literatura o el silencio. Y nos gustó siempre la irreverencia de los bufones. Uno de los contertulios del primer nadaísmo fue Chalupín, el payaso más famoso entonces. Y ya sabíamos que el mundo es verde y sin embargo no hay esperanza, como le gustaba proclamar a Humberto Navarro, una especie de Joyce reviviente a la vuelta del teatro Roma, en el camellón, en una pequeña casa gris de alares decaídos, donde su padre Delio se empleó por cuarenta años en la pintura de un viacrucis al óleo de medio formato, expiando el día lamentable cuando su único hijo varón leyó el primer libro de Kant y se encontró con Gonzalo Arango y se puso a escribir novelas invendibles.

Todo en aquellos tiempos debía suceder en Bogotá. En la Atenas suramericana. Pero el problema no era el centralismo, la culpa del monopolio no fue de Bogotá. Era que en la fenicia Medellín no había tiempo para esas bagatelas espirituales de la cultura y la mímesis estética, ni para preguntarle quién era a Pedro Nel Gómez cuando pasaba como un enigma hacia ninguna parte por la calle Junín como el fantasma del renacimiento. O para detenerse a charlar con Crescencio Salcedo, descalzo, vendiendo flautas de hojalata, echado en un andén y cantando a grito herido sus canciones de pueblo por una moneda, ahí mismo donde vi un día esa comparsa de zarzuelistas españoles echados del Hotel Europa y donde vieron dormir a Dariolemos sus desalientos junto al colmado donde el tenor de moda, que grababa boleros en Sonolux, un muchacho de apellido Restrepo, que trataba de imitar el timbre del médico mexicano Ortiz Tirado, y aspiraba a cantar algún día en Milán, vendía perros calientes y aceitunas de frasco y bizcochuelos que cogía con unas pinzas de aluminio.

Pero entonces… Fernando González, alentado por la aparición de los nadaístas, publicó con la ayuda de Alberto Aguirre el libro de los viajes y las presencias, después de que se lo hubieran rechazado en la editorial Bedout. Allí dijo: voy a orar por estos jóvenes que se están desnudando. Y lo demás se sabe. Débora Arango fue rescatada del olvido. Fernando González se volvió un autor de culto. Y aunque nadie sabe qué fue de los huesos de Gonzalo Arango, extraviados de tanto andar acarreándolos, aún se consiguen sus libros en las librerías de agache y se vuelven a editar en las universidades. Medellín comenzó a florecer de otro modo. Y se fundaron los primeros grupos de teatro y las primeras bandas de rock y vino al teatro Junín Bill Halley con sus cometas patrocinado por Coca-Cola, y se inauguró el festival de poesía de Rendón, desertado de las cafeterías de los nadaístas donde habíamos hecho proyectos de devastaciones y planeamos revistas y se emborrachó por cuenta de nuestros anfitriones esperanzados en una era de oscuridades nuevas, donde el arzobispo no alumbrara tanto. Porque, en fin, nadie había prometido la luz sino el oscuro caos, la confusión aumentada, no la trivialidad de un orden impuesto sino una búsqueda.

Los urbanizadores arrasaron el Centro donde agonizamos tanto y fuimos tan felices con esa felicidad tan rara de la pobreza, y la avenida Oriental fue como una herida en el alma de ese pasado irredimible. Y fundaron el planetario para que los colegiales pudieran asomarse a las estrellas de los proyectores mecánicos porque las del Gran Arquitecto comenzaban a borrarse en la irradiación de la aldea transfigurada en una ciudad con todas sus gracias y sus desgracias. Es extraño. No puedo ver a Medellín sin superponer a la de ahora la que recuerdo de memoria sin menosprecio ni envidia. Bajo el ruido de La Playa de ahora oigo la quebrada subterránea, y los acordes del profesor Lucrecio Vélez leyendo una tragedia griega en el Teatro Pablo Tobón Uribe ante el público boquiabierto. Cerrado por la pandemia ahora. Y las bombas que vinieron más tarde mataron a mamá. Ah, no puedo no ver en el Medellín de ahora, la descomposición de la poesía en la carne del poeta Dariolemos, cordero propiciatorio en el altar de la nada, mártir de un tiempo bisagra de cambio de sueños que nos abrió la existencia a otros espacios. Pero que quizá solo salió de un sueño manido hacia otro sueño que también se gastó porque ningún sueño dura. Porque todos los sueños a la postre se gastan. Aunque es una cosa obvia que muchas cosas han cambiado mucho en Medellín. ¿Sabe alguien sin embargo en qué clase de sueño andamos? ¿Y cuál es el sueño que sigue?

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