Por Juan Fernando Ramírez Arango
Ilustración por Hansel Obando
En 1980, once años antes de que saliera a la luz el libro En qué momento se jodió Medellín, pregunta del millón que nadie ha podido resolver a ciencia cierta, los poetas Germán Suescún y Hugo Cuervo publicarían en esta ciudad el Diccionario de los mariguaneros: 152 páginas alucinadas de una jerga que había bebido de las mismas fuentes léxicas de las que posteriormente surgirá el parlache, palabras del lunfardo, préstamos del inglés y resemantizaciones del antioqueñol y del lenguaje coloquial más usado en Colombia, por lo que podría considerarse una suerte de protoparlache. No por nada, por ejemplo, sería el primer diccionario en registrar el acortamiento cariñoso de Medellín, esto es, Medallo, y el segundo insulto más usado del parlache tras gonorrea, sí, pirobo: “m. Término despectivo para un sujeto tramposo. Sujeto indeseable. Persona tonta o boba”. Definición que, 26 años más tarde, en 2006, en el Diccionario de parlache, perdería su cola, “Persona tonta o boba”, y sumaría en su lugar una segunda acepción: “Homosexual”. La cual ya había sido registrada como la primera y única en 1963 por el semanario de crónica roja Sucesos Sensacionales, en un artículo titulado “Diccionario del hampa”, sí, como si en pocas décadas los bajos fondos se hubieran tomado hasta la oralidad de Medellín.
En esa misma vuelta al sol, en una columna de Focus publicada por El Mundo, aparecería el primer registro escrito de un término capital que había quedado por fuera de la lexicografía del Diccionario de los mariguaneros, esto es, Mágico: “Todo el mundo sabe dónde están los mágicos, dónde viven, qué negocio tienen y cuáles son sus matones, cómo se mueven. Y no pasa nada. Todo el mundo sabe dónde se consiguen los asesinos a sueldo, cuánto cobran, quiénes son, y no pasa nada… Esta realidad cogió ventaja”. Mágico, según el Diccionario de parlache, significa, por supuesto, mafioso. Mágico, escribiría Alonso Salazar en La parábola de Pablo, “quizás sea una asociación de mafioso y milagroso, el que todo lo puede, o que surge de repente, el emergente”. Y para ese sinónimo de mágico daría esta explicación: “El narcotráfico propició la insurrección de sectores plebeyos que protagonizaron una profunda transformación de Medellín y del país, que un escritor llamó revolución sin filósofos”.
Un año después, en 1981, la editorial Letras publicaría Bacano Llave, de Alberto Piedra. Desconocido ejemplar de la oralitura colombiana que relata las desventuras de Bacano Llave Restrepo: un nomen nescio de la comuna noroccidental de Medellín, del barrio Robledo, el tercero de cinco hijos de Jesús Llave, un expartidario de la Anapo muerto en una balacera mientras ejercía su oficio de celador, y de Rosalba Restrepo, ama de casa impedida laboralmente por la variz. La estructura narrativa de Bacano Llave es la de un libro almanaque, por lo que, además de las primeras fotos que se conocieron del hacinamiento en Bellavista, y de una transcripción irónica de un artículo que da cuenta de otro, en el que Newsweek declara a Medellín la ciudad más peligrosa del mundo, el libro incluye un importante diálogo, en el que se hace la primera mención textual del bazuco:
“—Vea y perdone la pregunta: ¿quera lo que tenía el otro varillo que usté nos dió?
—Eso es bazuca. ¿Ninguno la ha probado?
—No, yo en vida había oído hablar de eso.
—Es base de coca y es lo que está dando palo ahora”.
Posteriormente, tras volverse adicto al diablito, o sea a los cigarrillos de mariguana mezclados con bazuco, Bacano describe el tratamiento de desintoxicación recomendado por su madre, doña Rosalba Restrepo: “La cucha cada que podía me echaba cantaleta: que si no iba a dejar de fumar… Lo último que se le ocurrió fue que oyera por el radio el programa de unos manes que fueron dizque más viciosos quel putas y que ahora se volvieron buenos por obra de Dios. Los programas eran los sábados por la mañana. Yo me hacía el loco y me iba pa la cancha. Y si es por lo de Dios yo a la final creo en Dios y en la Virgen pero a mi manera, o sea sin comerle cuento a los curas. ¿Los curas? Una manada de maricas que no hacen sino vivir del pueblo a punta de carreta. ¿Sostenerlos? ¡¡¡La chimba!!!”.
El aparte anterior es significativo porque es el primer registro escrito tanto de la locución adverbial y como de la negación enfática más usadas de lo que doce años después denominarían el parlache, esto es, “a la final” y “la chimba”. Y ya que ninguna de las dos había hecho parte un año atrás del Diccionario de los mariguaneros, se podría concluir que el bazuco y su intenso pero efímero golpe de efecto en el sistema nervioso central de Medellín, o sea en su periferia, fue uno de los principales combustibles que dio origen al parlache.
Además del bazuco, en 1981, también se popularizaría en Medellín un letrero endémico de esa ciudad, siendo El Mundo el primero en registrarlo, sí, “Prohibido arrojar muertos aquí”, con una multa capicúa de 111 pesos. La foto del letrero iba acompañada por el siguiente pie de foto: “Esta valla, que encierra una dolorosa verdad y soporta una cruel ironía, fue colocada en la carretera a Boquerón, en predios de la finca San Antonio, al parecer perteneciente a Regina 11. Antes había un anuncio de Pastas La Muñeca. ¿Qué opina?”.
El arte daría su opinión inmediata con pico y pala, mediante una intervención de Adolfo Bernal, en la que enterraría simbólicamente a todos los muertos insepultos de la ciudad en el jardín de esculturas del MUUA (Museo Universitario de la Universidad de Antioquia), al dejar dos metros bajo tierra un letrero de Medellín en plomo fundido del tamaño de una lápida, cuyo epitafio polisémico parecía indicar, entre otras cosas, que la capital de la montaña estaba a punto de tocar fondo.
Un año después, en 1982, el gobernador de Antioquia, Iván Duque, sí, el padre del actual presidente, y los jefes militares de ese departamento, declararían en estado de emergencia a Medellín. Declaratoria que sería celebrada por Ayatollah, el alter ego reaccionario de Rafael Santos Calderón, en una columna de opinión titulada “Medellín: lástima, pero ¡por fin!”, publicada por El Tiempo: “La declaratoria de emergencia de la ciudad de Medellín es el fondo del abismo. Las autoridades que aguantaron absurdamente hasta más no poder por no dañar sus imágenes personales e institucionales y dar la impresión de que la situación de Medellín era normal, tuvieron el jueves pasado que meter con vergüenza la cabeza entre los hombros y, ya cuando los muertos no cabían en las morgues, cuando la desfachatez de un hampa crecida llegaba a los extremos de acribillar a un humilde profesor frente a la mirada desconcertada de 30 niños, aceptar que Medellín ya no era la misma, que los que gobernaban no eran ellos y que en algún momento tenía que tomarse la decisión de rescatar a cualquier precio a una ciudad absolutamente perdida”. Cuatro párrafos más abajo, como para dar a entender que Medellín se había transfigurado en una necrópolis, la columna mencionaría el referido letrero prohibitorio de la multa capicúa: “Porque los casos de sangre más espeluznantes, los más crueles e insólitos, han sido plato de cada día de los medellinenses: …el asalto a una residencia con granadas y ametralladoras o la feria del disparo desde motocicletas o el burdo aviso de bienvenida que decía sencillamente: ‘Se prohíbe arrojar cadáveres’. Es que, a Medellín, y de ahí la tan anhelada declaratoria de emergencia, se le obligó a convivir con algo que no conocía ni quería”.
Un año después, en 1983, en Medellín Cívico, periódico mensual dirigido por Hernando Gaviria, tío materno de Pablo Escobar, saldría a la luz por primera vez en negro sobre blanco el acrónimo Locombia, cruce de locura y Colombia, cerrando un artículo titulado “Contra esto luchan Civismo en Marcha y Pablo Escobar Gaviria en su campaña pública”, en el que se manifiesta con sorpresa la indiferencia del statu quo con respecto a ese movimiento político, que ya había sembrado más de mil árboles y construido 28 unidades deportivas en los barrios marginados y populares de Medellín: “En cualquier sociedad los actos de Pablo Escobar Gaviria y de Civismo en Marcha habrían desatado acciones solidarias de la clase dirigente civil o religiosa… Ni los cardenales ni los obispos han dicho nada empeñados muchos de ellos en hacerle el juego a los que tienen interés en que no surjan estos gestos de humana solidaridad a favor del pueblo. Ni de las universidades, ni de la alta industria, ni de los potentados ganaderos o mineros, ni del alto comercio de las importaciones o de las industrias multinacionales ha surgido una voz de solidaridad. Así es, Locombia”.
Dos meses más tarde, en esa misma vuelta al sol, aparecería el primer registro público de gonorrea en calidad de insulto, el sustantivo recategorizado en adjetivo gracias a la explosión de violencia de la Medellín ochentera. Sí, en Los habitantes de la noche. Aquel mediometraje de Víctor Gaviria en el que, al filo de la medianoche, a seis muchachos desparchados en una esquina cualquiera del centro occidente de Medellín, les da por rescatar a un compinche internado en el manicomio por su adicción a la mariguana. Para trasladarse hasta el manicomio, sito en el bloque 4 del San Vicente de Paul, les robarán cuatro bicicletas a cuatro celadores de Florida Nueva, barrio en el que había crecido Víctor Gaviria. Mientras el tercero de los celadores telefonea al radioprograma nocturno que le da nombre al mediometraje para denunciar el robo, le hurtan la bicicleta al cuarto: ocurre en el puente que atraviesa la quebrada Ana Díaz a la altura de la carrera 77A con la 79B. Al ser atracado, el cuarto celador exclama: “Gonorreas, respeten, malparidos”. Según el locutor, Alonso Arcila, es la 1:28 a. m. del 4 de octubre de 1983, día de San Francisco de Asís. Dos semanas después, como si estuviera determinada por ese primer gonorrea, se dictaría la primera orden de captura contra Pablo Escobar, y el 26 de octubre de 1983 la Cámara de Representantes le levantaría la inmunidad parlamentaria. Comenzaría, pues, la guerra total.
Un año después, en el distópico 1984, primero en que los homicidios superarían los mil casos, El Mundo publicaría “La muerte me tiene miedo”, crónica que inspiraría el primer guion de Rodrigo D, protagonizada por Rodrigo Alonso Arango Restrepo, de veintiún años, quien subiría hasta el piso 20 del Banco de Londres, en pleno Parque Berrío, corazón de Medellín, con la intención de lanzarse al vacío a través de la primera ventana de esa planta. Sin embargo, una vez allí, antes de dar el salto al más allá, una empleada de la Seccional de Salud de Antioquia, de nombre de pila Constanza, que le recordaría a Rodrigo Alonso a su difunta madre, fallecida meses atrás, en julio de ese mismo año, lo distraería durante cuarenta minutos hasta que un puñado de policías lograría echarle mano. La crónica iniciaría con esta descripción de Rodrigo Alonso: “Es un hombre impasible y enigmático, no parece angustiado, ni cansado, ni desesperado, aunque siempre tiene una extraña humedad en los ojos”. Y culminaría con una promesa del protagonista encadenada al día de la muerte de su madre y a todos los viernes por venir: “La cucha se murió un viernes, y le juro, yo me muero un viernes”. Dos años más tarde, en 1986, en una jornada de rodaje, Rodrigo Alonso conocería a quien lo estaba encarnando en la película, a Ramiro Meneses, los presentaría Ángela María Pérez, la autora de la crónica: “Le presenté a Ramiro y fueron como el agua y el aceite”.
Al año siguiente, abriendo 1985, saldría a la luz la legendaria pentalogía de crónicas de Ricardo Aricapa titulada “S.O.S desde Bellavista”, donde por primera vez se divulgaría el parlache a través de un medio masivo, y donde por primera vez se leería masivamente, por ejemplo, la forma de tratamiento para referirse a un amigo muy allegado, esto es, parcero, en uno de los pie de foto de la última entrega: “Carlos Robeiro Valencia Gómez, alias El Parcerito, uno de los duros del patio cuarto. Tiene más entradas a Bellavista que años de edad”. Tenía diecisiete años y veintidós entradas, todas por robo, era de Manrique, el mayor de ocho hermanos huérfanos de padre.
Tres meses más tarde, El Colombiano registraría uno de los letreros más icónicos de la Medellín ochentera: “SOLO SE RECIBEN CASOS DE VIDA O MUERTE”. Así, en mayúsculas sostenidas, en letras bastardas sobre una hoja tamaño carta pegada a la entrada de Policlínica, el mayor centro de urgencias médicas de orden público de dicha necrópolis. “Aviso grave”, como rezaba el pie de foto, impulsado por la falta de recursos presupuestales que se traducían en hacinamiento, había 180 pacientes para noventa camas, y en la carencia de elementos básicos: “No hay gasas, ni esparadrapos, ni antibióticos, ni suficientes instrumentos quirúrgicos”. Aviso grave que pronosticaría lo que iba a ser Policlínica a partir de 1986, esto es, un hospital de guerra.
Promediando 1985 también se publicaría Los días azules. Allí, en ese libro que inauguraría la pentalogía El río del tiempo, el yo más tierno y nostálgico de Fernando Vallejo nos cuenta, entre otras cosas, que Medellín se había transformado en una ciudad tan anómica que había corrompido hasta al niño Jesús: “Yo crecí con Medellín. Era yo un niño berrietas y ella una ciudad chiquita; crecimos juntos, nos corrompimos juntos, la vida nos echó a perder. La llamaban la ciudad de la eterna primavera, y a mí el niño Jesús: el niño Jesús resultó ser un demonio, y su Medellín un infierno”.
Un año después, en 1986, haría su aparición el primer registro escrito de Metrallín, sí, el acrónimo entre Medellín y metra, acortamiento de metralleta, en Manrique’s micros y otros cuentos neoyorquinos, del nadaísta Jaime Espinel. Allí, en el cuento que cierra el libro, titulado “Suelo ser inmortal”, se lee lo siguiente: “Aquel Chicago de los años veinte, el de Al Capone, frente al Metrallín de ahora, es un kínder”. Parangón literario que se vería realizado en la realidad inmediata: 1986 inauguraría el homicidio como la primera causa de muerte general en Medellín, superando los dos mil casos.
Finalizando esa misma vuelta al sol, en la filmación de Rodrigo D, en la secuencia del Temprano, un diálogo sostenido por el Alacrán y Carlos Mario Restrepo, ambos asesinados tras el montaje definitivo de la película, por eso no figuran en el obituario colectivo que abre los créditos de cierre, corroboraría lo dicho arriba por Fernando Vallejo e iría más allá, esto es, la anomia de Medellín había corrompido tanto al niño Jesús, que le había dado un giro de campana semántico al antioqueñismo “traído”, sumándole a su habitual significado de mágico regalo de navidad, una nueva acepción: “Persona que va a ser asesinada”. Además de esa resemantización mortal, el diálogo también registraría un antídoto contra la omnipresente anomia de Medellín, la acción anticapitalista del neologismo punkerizar:
El Alacrán: Sí, es que las fotos a la final qué va, loco, lo pueden sapear a uno en cualquier momento, le dan a uno dedo. No pagan, es mejor la bareta.
Carlos Mario: Seguro. Y más que todo en este tiempo que uno está tan sicosiado. Que empieza a llegar el diciembre, loco, el diciembre que le matan a uno tantas amistades.
El Alacrán: Yo por eso en estos días, pensando, a la final me voy a punkerizar del todo, y calmado a la final con esos robos.
Carlos Mario: Sí, porque llega el día de los traídos y a la final uno puede ser el traído.
Meses antes había roto el cascarón la primera canción que incluía a gonorrea como insulto, “Tengo rabia”, de Mutantex, en la que el ego sum de Ramiro Meneses está punkerizado del todo: “Tengo rabia ya, tengo rabia ya / te voy a patear, te voy a matar / noonoonooo / por esta maldita sociedad / por esta absorbente injusticia / por esta porquería de familia / cansado de mi profesor / de esta gonorrea de gente / de tus gritos papá / de tus consejos mamá… / noonoonooo / tengo rabia ya”.
Un año después, en 1987, El Mundo publicaría uno de los primeros artículos sobre la cultura de la violencia circunscrita al plata o plomo de Medellín, en expansión por Colombia, a cargo de Álvaro Tirado Mejía: “Con el boom del dinero se impusieron en poco tiempo patrones diferentes a los de la solidaridad. La figura ideal es la de aquel que logra el éxito económico rápidamente, por cualquier medio, imponiéndose como el más fuerte, en una competencia a muerte. Héroe es el que se burla de la ley, el que con arrogancia cuenta que defraudó al Estado en sus obligaciones impositivas, quien se pasa un semáforo en rojo y desdeñosamente mira por la ventanilla de su potente automóvil al conductor que, ingenuo, todavía espera la señal de verde para proseguir”.
En septiembre de ese mismo año aparecería el primer registro escrito de Metrallo, acrónimo entre Medallo y metra, en la prensa nacional. Lo haría en un artículo dominical de El Tiempo titulado, precisamente, “De Medallo a Metrallo”, en el que, además, saldría a la luz por primera vez en negro sobre blanco la desautomatización negativa del eslogan más conocido de Medellín, a saber, “ciudad de la eterna balacera” en lugar de “ciudad de la eterna primavera”. Allí, Metrallo es descrito como si fuera el Detroit de Robocop, distopía de acción estrenada ese año, 1987, ambos azotados por la violencia y la economía: “A medida que el costo de vida se incrementa, el de la vida, como tal, se redujo: ‘hasta diez mil pesitos por muertecito’, según declaraciones de un pistoloco en un documental que en la actualidad se realiza en la ciudad. Las estadísticas, por su parte, indican que el índice de homicidios de Medellín es 90.3% mayor que el de Estados Unidos, pero igual dicen que hay 17% de desocupados y ni el campo ni la ciudad son capaces de absorber estos brazos. Por el contrario, cada año impulsan más personas hacia los suburbios”. Por ese artículo, que cerraría con una frase escrita en un Circular Coonatra, “Si es verraco, viva en Medellín”, Elizabeth Mora, su autora, a pesar de no nombrarlo, sería amenazada de muerte por Pablo Escobar, y desde entonces vive exiliada en Nueva York.
Meses antes, como para aumentar el calibre de Metrallo, en la Universidad de Antioquia había circulado furtivamente un casete de “Amor por Medellín”, naciente grupo ultraderechista conformado por seiscientos individuos, en el que se anunciaba que iban a limpiar la ciudad de indeseables: “Pronto comenzaremos a matar a todos aquellos que no sean decentes, o tengan negocios indignos”. Mensaje que recordaba al primer escuadrón de la muerte de esa década, nacido en 1980, la Asociación pro defensa de Medellín, cuyo objetivo era “castigar a mano armada no solo a los criminales sino a los funcionarios del gobierno y del poder judicial que no cumplan con sus deberes”. Posteriormente, sembrarían el terror otros como el MAS, el Frente Cívico Ciudadano, Grupo Amable de Medellín, Limpieza Total, Robocop, GAMA, Aburrá Tranquilo, etc., etc., responsables de buena parte de las 114 masacres cometidas en Medellín durante los ochenta, siendo Manrique el barrio más afectado, con doce; seguido por Castilla y San Javier, con cinco; La Floresta con cuatro, y El Salvador y Santa Cruz con tres, etc., etc.
Un año después, en 1988, primero en que los homicidios superarían los tres mil casos, el alcalde de Medellín, William Jaramillo Gómez, tras la explosión del carrobomba contra el edificio Mónaco, declararía lo siguiente: “Algo así es la primera vez que se presenta en el país, puesto que casos como este solo han ocurrido en Beirut”. Comparación con Beirut, capital en plena guerra civil libanesa, que desataría estos titulares de los periódicos: “Medellín despertó como Beirut”, “Se beirutizó Medellín”, “El estremecimiento beirutiano llegó al Mónaco”, y “Como si estuviéramos en Beirut”. Titulares de los que surgiría el neologismo beirutizar, que anticiparía las 184 bombas que explotarían en Medellín desde ese momento hasta la muerte de Pablo Escobar Gaviria.
En esa misma vuelta al sol, luego de seis años de elaboraciones, sería terminado el Diccionario del español de uso de Antioquia, que nunca ha sido comercializado y descansa en un fichero de la oficina 424 del bloque 12 de la Universidad de Antioquia. Siendo el primer diccionario en incluir la ofensa máxima del parlache, esto es, gonorrea: “Expresión que dirigida a otra persona es insulto”.
Un año después, en 1989, primero en que los homicidios superarían los cuatro mil casos, se publicaría “Company Town”, artículo de la revista estadounidense Rolling Stone que sería amenazado de demanda por Juan Gómez Martínez, alcalde de Medellín, en el que se describe a esa ciudad como la capital mundial de la cocaína, “The Cocaine Capital of the World”. Y en el que los lectores anglosajones se desayunarían del término “mágico”: “La aceptación nacional de los narco-dólares está implícita en un término comúnmente usado para los mafiosos de las drogas, los mágicos, que, como por arte de magia, han llegado a grandes fortunas. Una sociedad que prácticamente no tuvo movilidad económica durante décadas, la colombiana, de repente tiene 20.000 nuevos millonarios. Incluso las autoridades estadounidenses han caracterizado a los mágicos colectivamente no como una pandilla o una mafia, sino como un cartel, el cartel de Medellín, que es la ciudad de su origen y la ciudad que sigue siendo su sede”.
El artículo también revelaría la existencia de diecisiete escuelas de sicarios en Medellín, con alumnos entre los catorce y veintiún años, entrenados por mercenarios de los Estados Unidos, Alemania e Israel, y por renegados del ejército colombiano. Alumnos que, una vez graduados, eran empleados por distintos frentes ilegales: “Además del legendario Comando Hernán Botero, de la pandilla Terminator, que marca a sus víctimas con un patrón de agujeros de bala en forma de T, y de Bandera Negra, cuya firma son pequeñas banderas negras pegadas en los agujeros de bala, también están los Rambos, los Locos, las Cucarachas y los Demonios”.
Un año después, en 1990, primero en que los homicidios superarían los cinco mil casos, en la edición 408 de Semana, en un artículo titulado “La cultura de la muerte”, se definiría la sicología del sicario, término que había desplazado en uso a “asesino de la moto”, expresión que hoy sobrevive a través del acortamiento “el de la moto” o su plural “los de la moto”: “Generalmente son hijos de familias sin padre, o de padre ausente, y las relaciones con la madre son intensas y difíciles… Nadie les cae bien, todo ser humano es ‘una gonorrea’, y son inestables e impredecibles: de ellos se puede esperar un abrazo o una puñalada. Repiten a su manera lo que le aprendieron al padre, que, cuando aparecía, les hacía una caricia o les daba una patada, traía regalos o acababa con la mamá”. Sí, ese fue el primer registro de gonorrea como insulto en la prensa nacional.
Tres ediciones atrás, en la 405, Semana había publicado que Medellín contaba con más de tres mil sicarios, y que, por la reciente muerte de Gonzalo Rodríguez Gacha, alias el Mexicano, y el cerco militar tendido sobre Pablo Escobar y sus mandos medios, el sicariato había caído en una época de vacas flacas. De la que se recuperaría tres meses más tarde, en abril, a través del plan pistola implementado por Pablo Escobar, con la siguiente tabla de precios por policía dado de baja: “Un millón de pesos por un agente, 2 millones por un suboficial, 3 millones por un oficial y hasta 5 millones por cualquier miembro del Bloque de Búsqueda”. Para finales de junio, una noticia publicada por El Tiempo bajo el título “Medellín: 2.784 muertos en 175 días”, contaría que, hasta entonces, iban 153 policías borrados del mapa durante 1990. Ante esas cifras extraordinarias, una semana más tarde, abriendo julio, la portada de la edición 426 de Semana haría esta pregunta retórica: “¿Guerra civil en Medellín?”.
Un mes después, en agosto, saldría a la luz No nacimos pa’ semilla, el primer libro en anexar un glosario del parlache: “Este es un listado de palabras de uso común entre los integrantes de las bandas. Muchas de estas expresiones han permeado otros círculos sociales de Medellín, donde actualmente es corriente su utilización”. Glosario que, por supuesto, tendría en cuenta vocablos como parcero, “Amigo de gallada”, traído, “Se le dice al que se va a asesinar”, y gonorrea, “Persona despreciable”. Significado necesario para poder explicar el metainfierno, “el túnel”, la peor celda de la Guayana, que era el sector adonde iban a parar los parias, los desterrados de los patios de Bellavista: “El túnel es la cárcel de la Guayana, como quien dice el infierno del infierno. Es una celda húmeda por donde pasa la mierda. Al túnel caen las peores porquerías de Bellavista, las gonorreas”.
En la segunda mitad de 1990 también se estrenaría Slacker, película dirigida por Richard Linklater, en la que uno de sus personajes, un obseso de las teorías conspirativas identificado en los créditos de cierre como Been on the Moon Since the 50’s, llevaría el término mágico al colmo de la hipérbole, al decir que, para protegerse de los futuros desastres causados por la crisis ecológica global, una élite secreta estadounidense planeaba colonizar el espacio exterior. ¿Quién iba a costear semejante iniciativa? Según Been on the Moon Since the 50’s, “this entire operation’s being funded by the profits from the Medellín drug cartel”, es decir, “toda esta operación está siendo financiada con las ganancias del cártel de Medellín”. Para ese año, según Forbes, Pablo Escobar amasaba una fortuna de por lo menos tres mil millones de dólares. Para 1992, sin embargo, esa revista la estimaría entre dos mil y tres mil millones de dólares. Y un año después, un par de meses antes de ser dado de baja, en mil millones de dólares.
Al año siguiente, 1991, el primero y único que superaría los seis mil homicidios y los siete mil por 81 casos, el más violento de la historia de Medellín, se publicaría el libro con más gonorreas, El pelaito que no duró nada: 52 en 106 páginas. Sí, como si Medellín, visto a través del espejo de su insulto máximo, gonorrea, reflejara a Metrallo, su trasfondo emergente. No por nada, los tres, Medellín, gonorrea y Metrallo, tienen ocho letras. Entre esos 52 gonorreas, se registraría por primera vez el fraseologismo exclamativo para expresar emociones negativas o de rechazo, sí, “¡qué gonorrea!”, en dos ocasiones. No sobra agregar que El pelaito que no duró nada cuenta la vida del primer actor protagónico de Rodrigo D asesinado en la vida real, esto es, Jeyson Idrian Gallego, cuyo nombre está incluido en los luctuosos créditos finales de esa película: “Dedicado a la memoria de John Galvis, Jeyson Gallego, Leonardo Sánchez y Francisco Marín, actores que sucumbieron sin cumplir los veinte años a la absurda violencia de Medellín, para que sus imágenes vivan por lo menos el término normal de una persona”.
Cinco meses después, en agosto, saldría a la luz En qué momento se jodió Medellín, encabezado por este epígrafe de Fernando Botero: “Siento mucho no poder colaborar en su libro En qué momento se jodió Medellín, pues yo no estaba ahí, no fui testigo. Cuando yo nací ya se había jodido”. Luego, según eso, la ciudad de la eterna primavera se jodió antes de 1932. Páginas más adelante, se hacía este resumen estadístico: “En Medellín habitan 36 mil familias y en el 52.8% de estas hay por lo menos una persona buscando empleo. También se estima que seis mil jóvenes en edad promedio de 16 años integran 500 bandas de sicarios. De cada cien personas asesinadas en Medellín, setenta están entre los 14 y 19 años. ¿Quién los mata? Generalmente otros adolescentes”. Un año antes, un artículo de la revista Time titulado “Lights! Camera! Murder!”, dedicado al estreno mundial de Rodrigo D en Cannes, decía que el 95 por ciento de los asesinos de Medellín no superaba los veintiún abriles.
A propósito de Rodrigo D, cerrando 1991, en su versión subtitulada al inglés para Estados Unidos, distribuida por Kino International Corporation, se necesitarían dos palabras para traducir cada uno de los once gonorreas que se escupen en esa película, a saber, “real scumbag”. Y scumbag, según el Urban Dictionary, es: “Palabra comúnmente utilizada para describir a aquellos que llevan una mala vida y no tienen metas realistas en ella. A menudo, también, para describir a aquellos que tienen inclinaciones criminales y disfrutan intimidar a otros por placer o entretenimiento”. La semántica de “scumbag”, recargada por el “real” que la antecede, por lo tanto, se ajusta muy bien al segundo hilo narrativo de Rodrigo D, el de los pistolocos, acrónimo de pistola y loco, sinónimo en desuso de sicario.
Un año después, en 1992, nacería el neologismo parlache. La historia de ese surgimiento sería contada en Lingüística y literatura # 24, en el primer estudio de ese fenómeno, titulado “El parlache: una variedad del habla de los jóvenes de las comunas populares de Medellín”, en donde se dice que hasta último momento se barajó la posibilidad de llamarlo parceñol, sin embargo, a uno de los informantes del estudio se le apareció en un sueño un amigo que había sido asesinado días atrás y le dijo: “Sabe qué, parcero, el nombre para nuestra manera de hablar es el parlache”. Sí, parlache: cruce entre parlar y parche.
Un año después, en 1993, se publicaría el Diccionario de las hablas populares de Antioquia, sí, el primero en dar cuenta del uso extendido de vocablos como gonorrea, parcero y su acortamiento parce, al sacarlos de la sección “Léxico jergal”, e incluirlos en el apartado “Léxico coloquial y popular”.
Finalmente, el 7 de diciembre de 1993, cinco días después de la muerte de Pablo Escobar, Semana, en su edición 605, le dedicaría el siguiente obituario: “No dejó gobernar a tres presidentes. Transformó el lenguaje, la cultura, la fisonomía y la economía de Medellín y del país. Antes de Pablo Escobar Medellín era considerada un paraíso. Antes de Pablo Escobar el mundo conocía a Colombia como la Tierra del Café. Antes de Pablo Escobar los colombianos desconocían la palabra sicario…”. Y también palabras como gonorrea, parcero, parce, traído, bazuco, Metrallín, Metrallo, pistoloco, mágicos, parlache y todas las demás pertenecientes a ese sociolecto de origen argótico, que por entonces tenía 87 que aludían a la cultura de la droga, 42 a la violencia, 73 a la muerte, 27 a las armas de fuego, 11 a las armas blancas, 24 a las balas o municiones, 17 a la cárcel, 19 a la policía, 25 al dinero, 14 a las prostitutas, 18 al robo y la misma cantidad a escaparse. Además, cuatro veces más palabras o expresiones para insultar que para elogiar, esto es, 53 frente a 13, proporción carente de cortesía que, por lógica pragmática, impedía establecer relaciones de largo plazo entre sus hablantes, reflejando el no futuro de Medellín, que, entre 1980 y 1993, había dejado más de 41 mil homicidios.
Posdata 1: Al día siguiente de cumplir la edad capicúa de 44 años, a las 3:15 p. m. del 2 de diciembre de 1993, sería abatido Pablo Escobar en el techo de una casa del barrio Los Olivos, en la carrera 79B # 45D-94. Sí, exactamente cuatro cuadras arriba del puente que atraviesa la quebrada Ana Díaz a la altura de la carrera 77A con la 79B. Sí, aquel puente de Los habitantes de la noche donde se pronunció el primer gonorrea del que todos podemos ser testigos. Luego, es como si el insulto supremo, gonorrea, hubiera esperado diez años para dibujar su referente, el centro de su campo semántico. No por nada, el margen de error de los equipos Thompson y Telefunken que triangularon las últimas llamadas de Pablo Escobar y lo ubicaron, era, precisamente, de un radio de cinco cuadras.
Posdata 2: Un año después, en 1994, se publicarían los siete gonorreas más universales de la literatura, sí, en La virgen de los sicarios. El segundo, entre paréntesis, contextualizaría al primero y a los demás: “Gonorrea es el insulto máximo en las barriadas de las comunas”. El sexto y el séptimo, por su parte, serían los más sonoros: “¡Gonorrea! El infierno entero concentrado en un taco de dinamita”, y “Dios no existe y si existe es la gran gonorrea”. Igualando ese sexto y séptimo gonorrea, y asumiendo como cierta la existencia de Dios, ocho años más tarde Juan Villoro escribiría que La virgen de los sicarios es un evangelio al revés. Lo que comprobaría con una frase de ese libro que se encuentra, precisamente, entre dicho par de gonorreas: “Dios es el Diablo”. Y Medellín, por extensión contextual, era Metrallo, la ciudad más violenta del mundo.
Posdata 3: Dos años después, en 1996, en el libro La génesis de los invisibles: historias de la segunda fundación de Medellín, se recogería el siguiente testimonio de doña Nena, la madre del mencionado John Galvis, asesinado en 1986, en el que acaso se valida lo dicho al inicio de este texto, esto es, la relación del bazuco con expresiones fundacionales del parlache como “a la final”: “Todo cambió en el barrio cuando llegó el bazuco. Sentimos el olor de otra química, que desencadenó la agresividad de los muchachos, ya no se respetaba la vida, ni los bienes de la gente. Para mí el momento clave es cuando se inició el consumo de diablitos, una mezcla de mariguana y bazuco que descomponía hasta el mejor corazón. Ese vicio acentuó la ansiedad de una cantidad de jóvenes que andaban a la deriva, sin Dios ni ley, sin creer en nada ni en nadie. Ellos querían tener la dicha, o la felicidad, o la fortuna de un solo golpe, de un solo soplo. El bazuco les daba el espejismo de esa dicha, pero para poder mantenerla había que fumar uno y otro, uno tras otro. Y tras la dicha venían las depresiones de arañados, las angustias punzando el hígado. El afán de más vicio, el afán de fierro para conseguir el vicio, y después el fierro se convirtió en otro vicio, y se aprendió a matar, y matar se volvió una adicción. Otros muchachos se armaron para defenderse, esa generación se engatilló. La dicha que todos buscaban se convirtió en un desfile de muerte”.
Posdata 4: Cinco años después, en 2001, la palabra parlache se institucionalizaría, al ser incluida en la vigésima segunda edición del Diccionario de la lengua española, en la página 1683, dando cuenta de la enorme expansión del fenómeno que representa: “Jerga surgida y desarrollada en los sectores populares y marginados de Medellín, que se ha extendido en otros estratos sociales de Colombia”.
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