Por Javier Mejía O.
¡Somos lindas, somos bellas
Somos lindas mariposas
Las mujeres no nos gustan
porque no tienen pipí
Y los hombres nos fascinan
porque lo tienen así!
Almuerzo de los jueves
Galería de la Oficina
—Sierrita, ¿estás bien?
—Sabés que sí… Tranquilo.
—¿Has descansado?
—Mucho… ¿cómo te explico? Es como una dulce sensación de placidez.
—¿Y extrañás algo?
—Muchas cosas, extraño mucho la galería… Pero sobre todo a los amigos.
—Sierrita, ¿y sí te fuiste para el cielo?
—Yo creo que sí, esto está lleno de muchachos.
Sierrita se nos sigue apareciendo a los amigos. A pesar de que todos sabemos que murió el 19 de marzo del 2017, se nos sigue revelando en la memoria de los que lo quisimos; se nos aparece en una frase, en una historia, en un chiste, siempre nos ronda y nos recuerda cuánto lo vamos a extrañar.
Alberto Sierra fue seminarista, arquitecto, coleccionista, galerista, investigador, diseñador gráfico, curador de arte y fundador de la Galería de la Oficina en 1972, la más antigua de Colombia hasta su muerte. La Oficina era un templo y Sierra, su profeta.
—Sierrita, ¿me volvés a contar la historia de la Oficina?
—¿Otra vez? Mirá, ahí se juntaron varias cosas. Yo me salí del Seminario Mayor de Manizales cuando tenía veinte años, me habían prometido una beca para el Pontificio Colegio Pío Latino en Roma, pero la beca nunca se dio y me metí a estudiar arquitectura en la Universidad Pontificia Bolivariana. Imaginate que en Manizales me tocó el terremoto del año 66, todos salimos corriendo enjabonados y medio empelotos. Nos fuimos corriendo al centro de Manizales a ver la catedral que, aunque era muy fuerte, se le había caído una de las torres. Era impresionante, era sentir que se nos había caído la casa. Y en ese terremoto solo hubo un muerto: fue el compositor de Ay Manizales del alma, le cayó un ladrillo en la avenida Santander… Qué ironía, ¿no?
—¿Nunca ejerciste como arquitecto?
—Como arquitecto solo hice dos cosas, una fábrica en Bogotá con Santiago Caicedo y una iglesia en Manizales. La hice muy calladito, es la iglesia de la Santísima Trinidad, ahí cerca de la avenida Santander. Hasta ahí llegó mi trabajo como arquitecto.
—¿Y cómo era Medellín en ese momento?
—En ese Medellín de finales de los sesenta y principios de los setenta me da la impresión de que estaba pasando de todo, había una idea de modernización de la ciudad, era entrar en una época completamente peligrosa y por peligrosa me refiero a que era un poco revolucionaria. Queríamos pensar en los rascacielos, en las grandes avenidas, como una ciudad que se quitaba un cascarón que era real y muy fuerte. Además, había ocurrido La Gran Misión, el nadaísmo y la ciudad estaba en una especie de alerta. Medellín siempre ha tenido un complejo de segunda ciudad y ese complejo nos ha llevado a ser aventureros. Siempre hemos tenido un chovinismo que nos lleva a pensar en hacer o tratar de hacer cosas muy grandes.
—¿Es el momento de las bienales?
—Sí, las bienales de arte de Coltejer en 1968, 1970 y 1972 fueron el mayor evento que me tocó en el campo del arte. Eso para Medellín significó un escándalo muy bueno, porque era sacudir al Museo de Antioquia, un museo completamente quieto, muerto, donde había un legado de fenómenos como un huevo cuadrado, un ternero con dos cabezas y unos cuantos cuadros de los retratos de los abuelos, y ese afán de modernización llevó a hacer las bienales. Además, para los artistas fue muy importante, pues las bienales evidenciaron la universalidad del concepto del arte, ante un entorno provinciano como el de Medellín. Esto modificó las tradiciones estéticas que vinculaban la plástica a una mediocre escuela de paisajismo.
—¿Y cómo era ese ambiente?
—Las bienales de arte yo las viví de espectador, y uno no se quería perder nada. Allí aprendí de un mundito maravilloso, de un nivel agresivo delicioso. Estás en un lugar donde las verdades son a medias porque la belleza es lo más discutible de todo, entonces se nota la severidad de este o lo blando de aquel respecto al arte, si su obra tenía compromiso o no lo tenía, qué es nuevo y qué no lo es. Todo esto era un campo conceptual en el que ninguno contaba con pasaporte ni era necesario el diploma, y uno se entusiasmaba y se creaba todo un mundo alrededor de esos eventos. Yo creo que la arquitectura me ayudó mucho, porque uno como arquitecto cree que sabe de todo y, al creer eso, se mete al arte.
—¿Y cuándo se funda la galería?
—En octubre de 1972. Ya en esa época yo me había contactado con gente muy especial. Por ejemplo, me hice amiguísimo del curador Eduardo Serrano, él ya tenía la Galería Belarca y venía a las bienales y un día que estábamos sin trabajo nos dijo: “¿Por qué no ponen una galería?”. Y yo dije: “Ah, bueno”. Y en el edificio Camacol, en un espacio mínimo, donde teníamos una oficina de arquitectos, fundamos la Galería de la Oficina junto a mis amigos Santiago Caicedo y Jorge Mario Gómez. La primera exposición que hice en la Oficina fue de Alejandro Obregón, una colección que nos prestó Eduardo Serrano, pero la gente en Medellín no nos creyó, ni que hubiese una galería en un piso trece ni que los Obregón fueran de verdad.
—¿Luego te mudás para la calle Sucre y después a La Playa?
—Exacto, y ocurren dos eventos muy importantes para la ciudad y para la galería: se hizo una exposición muy importante que fue Autorretrato en Antioquia. Eran veinte o veinticinco artistas con sus autorretratos y ahí proponían, en la mayoría de los casos, la manera de ver un solo objeto: mirarse a sí mismo. Y eso define mucho al artista, en qué cree el arte y cómo lo percibe. Ahí el gran personaje fue Juan Camilo Uribe. Él era un hombre que, además de divertido, hizo de la ociosidad y del buen humor la manera como se podía actuar en una sociedad donde estaba sacralizado todo; la iglesia tenía mucho poder, y Juan Camilo hizo cosas que habían ocurrido muy poco o que solo habían ocurrido en las bienales, que eran las instalaciones. Juan Camilo hizo una instalación completamente escenográfica que tenía que ver con los trucos de la magia, hizo una pieza que yo creo que cada vez se va a volver más importante, Autorretrato parlante, donde una cabeza flotaba como cercenada sobre una bandeja, logrando desaparecer el cuerpo, y esto daba la sensación de que estaba ocurriendo un milagro.
—¿Y cuál fue el otro evento?
—Lo que se terminó conociendo como el grupo de Los once antioqueños, que nació de una exposición llamada Once artistas antioqueños y que fue muy importante para el arte de la región. Eduardo Serrano la exhibió en el Museo de Arte Moderno de Bogotá y nosotros nos la trajimos para Medellín en ese año de 1975. Como mi galería medía tres metros por cuatro, la montamos en el edificio del Banco de la República. Todo eso conectaba con una idea de modernidad, con la destrucción del Parque de Berrío —patrocinada por el mismo Banco de la Republica—. Éramos todos muy amigos, todos estábamos felices con esa “paisada” tan buena, once antioqueños y ya… Y bueno, no éramos simplemente un grupo de bohemios como trataron algunos de simplificarlo, ahí había gente enseñando en la universidad, había artistas que trabajaban en sus talleres y todo el mundo se mostraba sus trabajos, era un grupo con mucha solidez y con muchas diferencias, había gente muy inteligente como Óscar Jaramillo, Álvaro Marín, Juan Camilo Uribe, Marta Elena Vélez, uno muy peleador que era Félix Ángel, un gran ilustrador como Humberto Pérez, y estaban, obviamente, Dora Ramírez, Javier Restrepo, John Castles, Hugo Zapata, Rodrigo Callejas…
El 22 de abril de 1980, la primera sede del Museo de Arte Moderno (MAMM), en el barrio Carlos E. Restrepo, inaugura su primera exposición: El arte en Antioquia y la década de los sesenta, que trataba de destacar lo más representativo del arte antioqueño en lo que iba del siglo XX —desde Francisco Antonio Cano hasta Fernando Botero—. La labor de Sierra y Los once antioqueños fue fundamental y determinante para la fundación del MAMM. Un año después se realiza la IV Bienal de Arte de Medellín, que luego de nueve años volvía a alborotar la ciudad con más de quinientas obras de 240 artistas de 39 países. Y paralelo a la IV Bienal, se realiza el Primer Coloquio de Arte No-Objetual y Arte Urbano, que se aprovecha del ambiente de la IV Bienal; se hace bajo la dirección de Juan Acha y la participación de Mirko Lauer, Álbaro Barrios, Alfonso Castrillón, Aracy Amaral, María Elena Ramos, Néstor García Canclini, Nelly Richard, Jorge Glusberg y Eduardo Serrano, entre otros…
—Sierra, ¿cómo fue la fundación del MAMM?
—La fundación del Museo de Arte Moderno de Medellín se dio en el segundo piso de la Oficina. Yo convoqué a mis amigos adorados: Jorge Velásquez, Tulio Ravinovich, Horacio Arango, Marta María Restrepo, Pilar Aramburo, no sé quién me falta… Y les dije: “Vamos a fundar un museo de arte moderno”, y nos metimos en esas, ellos estaban más locos que yo… Se metieron y le apostaron a eso y ya se volvió un problema nacional. Y como ser curador no existía, se pusieron de moda el Museo de Arte Moderno y la palabra “curador”. Y entonces yo era el curador…
—¿Y la locura de hacer un coloquio?
—Eso fue buenísimo, parecían unas fiestas patronales. Un evento detrás de otro, un público detrás de otro, en un espacio muy pequeño, con capacidad para, máximo, 150 personas. Allí había que hacer todo: arte corporal, performance, mostrar videos, etc. Todo esto fue como una locura de vivencia, alrededor del no-objeto, un arte a veces participativo o completamente efímero… A los paisas solo les sirve el arte espectáculo, una bienal o que haya un desnudo muy feo o que provoque a los tradicionalistas; eso sí les gusta. Mientras que esto era un evento y pasaba, no se quedaba en tu casa. Cambiar ese nivel de practicidad es muy complicado, es que un paisa compra un Corazón de Jesús y con eso decora la sala.
—Sierrita, ¿y qué pasa en los ochenta? ¿Cómo afecta la mafia al mundo del arte?
—El narcotráfico perjudicó muchísimo la relación del arte y el coleccionista. Y corrompió más a los artistas que a la gente; los mafiosos comenzaron a comprar obras a unas cifras enormes y el artista se quedaba con los precios inflados y luego no había quién le comprara las obras. Con el narcotráfico se perdió esa idea bonita en la que en el arte compras lo que te gusta, que el arte es inversión, que el arte te da prestigio y exclusividad, eso ya no existía. Imaginate que un día vino un mafioso, de camisa de seda apretada y de colorinches, cadenas de oro, con guardaespaldas absolutamente aterradores, y me preguntó si tenía cuadros de Luis Caballero. Los saqué y al tipo casi le da una embolia, salía al patio a llamar a alguien, no sabía qué hacer. Entonces me pregunta: “Hombre, ¿y ese man no pintaba chimbitas?”. ¡Y no lo compró!
—¿Y qué pasa con el Museo de Antioquia y el Parque de las Esculturas?
—Luego de la fundación del Museo de Arte Moderno, el Museo de Antioquia era un museo secundario, tenía una sala de Fernando Botero, pero era mínima, estaba en un espacio viejo, no había ningún interés, no producía nada. Después de mucho tiempo así, aparece Fernando Botero y dice que quiere regalar sus obras. El Museo tuvo una renovación total: administrativa, financiera, museológica, museográfica y curatorial. La nueva sede se inauguró el 15 de octubre del año 2000 y un año después se inaugura la Plaza de las Esculturas con sus veintitrés piezas monumentales. Yo quiero mucho al Museo de Antioquia. Y mirá: si uno lo piensa, es Fernando Botero quien cuenta nuestra historia. Botero tiene una capacidad para narrar esta ciudad pequeña de la que él se acuerda y mira desde lejos y la ve completa, porque se narra alrededor del poder de la iglesia, del poder militar, de una descripción de la propia niñez. Además, Botero cuenta eventos redondos, narra un pequeño momento de su vida, pero uno nunca ve la obra de Botero en suspenso, como en función de seguir, de un proceso sino de narrar; después eso comienza a repetirse y se vuelve muy exitoso pero al mismo tiempo muy alejado de las corrientes…
En 1984, la Galería se traslada a su sede en la calle 10 de El Poblado. Una casa bellamente vieja a la que se accedía por un zaguán que escondía un pequeño cuadro que rezaba: “Dios bendiga a los coleccionistas”. A la derecha, un gran patio con un par de buganvilias, y a la izquierda la sala central. A un lado del patio, el escritorio donde Sierra trabajaba en el día. Más adelante había una sala donde reposaba La Caza, el bello y codiciado cuadro de la maestra Beatriz González; estaba el archivo de la galería, la biblioteca y en las paredes, el dibujo Sierrita, hecho por Luis Caballero, una acuarela de Débora Arango, un bello cuadro de Gregorio Cuartas, un sofá y mil chécheres, todos portadores de una historia que podían robarse la tarde entera. Una puerta lateral volvía al zaguán y allí a la cocina, la habitación de Sierra y al solar. La cocina era territorio de Dianeris y luego de Marina, dos bellas mujeres que alcahueteaban a Sierra con mano dura, y coronando la mesa, el bello bodegón de Bernardo Salcedo: En una mesa hay una piña, dos cebollas. Y se ven dos vasijas. Allí, tras bastidores, la galería era una fiesta.
—¿Qué se te perdió?
—Las gafas, ¿vos no sabés lo difícil que es buscar las gafas sin gafas?… Ah, miralas aquí… ¿De qué estábamos hablando?
—Me ibas a contar un chiste…
—Ah, sí, imaginate que un tipo se hizo un trasplante de pipí y se lo rechazó la mano… Jajaja.
—Sierrita, ¿para vos quiénes son los artistas más importantes de este país?
—¡Débora Arango, Beatriz González y Doris Salcedo! ¡Las tres, además de buenas artistas, han sido unas mujeres muy berracas!
—¿Para qué sirve el arte, Sierra?
—¿Para qué sirve el arte? No sé, pero qué terror que no existiera el arte, qué terror no tener como una esperanza, necesitamos de un arte que no evada la realidad, sino que acerque a la conciencia y a la mente. Es que nos habituamos, nos perdemos, nos empequeñecemos cuando nos alejamos del arte, el arte conmueve y es necesario para la vida…
—Me decías que te ha hecho mucha falta la galería…
—Hombre, la extraño tanto, allí fui tan feliz… La galería se volvió un punto de encuentro que permaneció y fue testigo de la evolución de muchas cosas. Durante más de treinta años me encargué de que la casa no fuera tocada, no por una tradición, sino porque me parece un bello ejemplo urbano. Para mí, la galería fue un hito y por eso creo que tiene esa amabilidad, además le ha servido mucho a los artistas como un punto de reposo, entre todos volvimos ese espacio en algo muy delicioso, que permitió ser el fogón de mi actividad, girando alrededor de la comida y el arte, y por eso muchos amigos me preguntan: Sierrita, ¿qué vamos a hacer sin este sitio? Pienso mucho en los amigos que quedaron como huerfanitos…
—¡Y la falta que nos hacen “Los almuerzos de los jueves”!
—¿Yo te he contado cómo nacieron los almuerzos? Imaginate que Álvaro Marín iba donde el sicoanalista ahí cerquita a la galería y no hablaba de él, sino que venía y nos contaba de quién había hablado en cada sesión, y empezamos a reunirnos todos los jueves a oír de quién había hablado Marín, qué había dicho y eso era divertidísimo. Ese grupo de amigos y artistas volvían a quinto de primaria y cada uno contaba su relación con el mundo y obviamente nos emborrachábamos mucho… Eso nos unió mínimo unos quince años, todos los jueves sin falta, vos no te imaginas lo que yo gozaba con mis amigos… Había un himno horrendo…
—Lo recuerdo… “Los miembros del almuerzo / de la oficina los jueves / van llegando muy contentos / Y no admitamos mujeres / Que no vivan las mujeres / Brindemos con gran emoción / levantemos las cucharas / con arrechera y pasión / Los almuerzos de los jueves / día de gran etiqueta / Para que todos los miembros / Se deleiten de carreta / Que no vivan las mujeres / Brindemos con gran emoción / levantemos las cucharas / con arrechera y pasión…
—Y había uno peor…
—¡Cantámelo!
—No… Es horrible.
—Nunca me has contado por qué no volvieron a invitar mujeres…
—Los almuerzos tenían una Junta Sin Rostro que dictaba las reglas. En realidad, la tal junta la conformaba solo Juan Camilo Uribe y la manejaba con mano dura. La cosa es que las primeras semanas invitamos a Sol Beatriz Duque, hasta que “la extraditamos” luego de varios performances largos de narrar aquí… Y la Junta Sin Rostro decidió per saecula saeculorum el buen tono de no admitir mujeres y ya el almuerzo de los jueves se convirtió en el almuerzo “de los hombres”. “Misoginian Food”, como le decía Juan Camilito.
—¿Y eso no causó muchos celos?
—Pues claro, en la ciudad nos decían “Los Misóginos de la Galería” y es que muchas mujeres ni se atrevían a telefonear a la Galería si era jueves. En serio. Ese “costurero” de hombres —como le decían los que nos odiaban—, era una delicia, siempre se comía exquisito al calor del vino y a echar carreta, ¡vos te acordás… Se hablaba de arte, cocina, política, sexo y carreta… ¡Hablábamos hasta de las mujeres! Y ahora, que ya se puede contar, claro que a veces iban mujeres —fue hasta la más fea que es Tola—, pero eso era en secreto para evitar envidias, la Junta sin rostro actuaba con mucho tino y sigilo…
—¿Cuál crees que fue tu legado?
—Yo siento que se dejó una huella importante y siempre trabajé con todo el amor, puede que me haya equivocado, pero no me arrepiento de nada, viví a tope y fui feliz, amé y fui amado… A veces pienso que hice todo esto como unos votos religiosos, pero con una fe distinta, es como que se tenía una misión, aunque eso suene pretencioso. El arte es un cuento en el que yo me metí, igual a veces pudo ser frustrante y yo sé que hay cierta candidez, cierta huevonada, pero así fue y ya no hay vuelta atrás, ya se pasó la vida…
—¿Y no me dejaste nada?
—Te dejé a Álvaro Marín… ¿Te parece poquito?
—¿Morir duele, Sierrita?
—Solo la morida…
—¿Y dios sí existe?
—Lo que te parezca bello, ahí está dios…
—Gracias, Sierrita…
—Chao, papito…
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