Acostumbrarse a las ruinas

Texto: Lina María Parra Ochoa
Cartel: Colectivo Puroveneno

Después de las primeras semanas, durante las que el miedo fue creciendo a medida que el virus cruzaba el mundo para entrar al país, se instaló en mi cabeza una especie de calma alerta. Una mañana saqué del clóset un morral grande y lo dejé abierto sobre la cama. Luego fui rodeándolo con cosas, lo hice sin pensar mucho. Todo el día tuve la televisión prendida en las noticias y me moví por la casa sacando objetos de los cajones, mientras escuchaba los informes sobre el avance del virus. Alrededor del morral fui construyendo una muralla de cosas sin mucho criterio al son de los comentarios expertos de médicos y académicos, de las opiniones contradictorias de la gente común y de las posiciones erráticas de los políticos. El noticiero se me volvió interminable, siempre había uno al aire, casi a cualquier hora y las primeras semanas ese ronroneo informativo fue el sonido ambiente de mi casa. Por la tarde dejé de buscar cosas y me senté en la cama, frente al morral vacío. La muralla que lo rodeaba estaba compuesta por una botella de alcohol medio vacía, una bolsa de algodones, unas pastillas para la diarrea, unos sobres de polvo antigripal, gotas para los ojos, dos pares de gafas, unas de ver y otras de sol, un morro importante de ropa interior limpia, dos tubos de crema dental y un cartón nuevo con cinco cepillos de dientes, un tarrito de Listerine y unos guantes de plástico amarillo para lavar platos. También había dos botellas de agua y un termo vacío. Latas de comida con arvejas, garbanzos, lentejas, frijoles, atún y salchichas, una ollita de metal un poco cascada, un par de cucharas de palo, tres candelas, una bolsa de velas de colores que me sobraron de la navidad anterior, un ovillo de cuerda, una navaja, una linterna con mecanismo recargable de manivela, una chaqueta de lluvia y un montón de medias enrolladas en bolitas.

Cartel por Colectivo Puroveneno

Miré todo sobre la cama y me demoré un rato hasta que entendí que pretendía empacar para un apocalipsis imaginado a partir de un montón de películas del fin del mundo. Me pareció absurda la imagen y sentí que estaba reaccionando exageradamente a algo que aún no entendía del todo. Esa noche para dormir, bajé todas las cosas de la cama y las organicé en filas en el suelo, junto a la pared. El morral quedó vacío, colgado del espaldar de una silla que tengo en la pieza para poner la ropa sucia. Varios días pasaron igual. El encierro se volvió estricto desde que los primeros casos del virus se confirmaron en el país y lo único que escuchaba eran las noticias. No era capaz de pensar en otra cosa. No era capaz de leer, ni de hacer nada que no fuera lo mínimo para que no me echaran del trabajo. No recibía ninguna llamada, porque no tenía a nadie afuera que se preocupara por mí. Pensé que, en medio de todo, eso era un alivio. No tener a nadie implicaba que, si el orden de las cosas se desmoronaba, si el sistema colapsaba ante el fuerte oleaje de la pandemia, yo no tendría que preocuparme sino por mí. Coger el morral, que algún día pretendía llenar con todas las cosas que seguían en mi pieza, y salir al mundo, a sus ruinas.

Mi idea sobre el apocalipsis se construyó a partir de pedazos de películas del fin del mundo que consumí con asiduidad y cinismo hasta, más o menos, el año pasado. El fin del mundo siempre sucedía en otra parte, usualmente en un país desarrollado. Era lejos donde caían los asteroides que levantaban tsunamis, era lejos donde se gestaban y reproducían los virus zombis que acababan en semanas con la humanidad, era lejos donde vivían los personajes que esperan el choque inminente de otro planeta contra el nuestro, era lejos donde aterrizaban los extraterrestres que querían destruir la sociedad para minar los recursos de la Tierra, era lejos donde se enloquecía el clima y la ciudades más importantes quedaban sumidas en una nueva era del hielo. Siempre el fin del mundo les pasaba a esos países ricos que enfrentaban valientemente los impases de la destrucción, mientras los del tercer mundo veíamos todo por televisión en alguna choza genérica o en alguna plaza pública atestada de gente. Los héroes eran ellos, gente común de la clase media acomodada que se desprendía sin problema de todas sus comodidades para salvar a un ser querido o para llevar al gobierno la información necesaria para salvar a la humanidad o que incluso entregaban su vida para vencer a los extraterrestres, para destruir el asteroide. Los héroes eran también sus gobiernos que, ante la catástrofe, no parecían tener problemas internos, ni corrupción, ni pugnas entre partidos, ni abuso del poder militar, ni inoperancia, ni crisis económica, ni deudas con las grandes corporaciones capitalistas, ni protestas internas, ni paros, ni persecución periodística, ni asesinatos sistemáticos.

En las películas más positivas el fin del mundo era detenido por la pura terquedad humana, por su valentía moral y por la unión entre las naciones del mundo. En las más distópicas y oscuras el mundo se acababa pero seguía existiendo. Es decir, lo que se acababa no era el mundo sino el sistema. Todo derrumbado, la economía, la estructura política y social, lo que quedaba era la lucha por la supervivencia pura. El saqueo a supermercados, el atrincheramiento en casas, la búsqueda de armas para la defensa. Los personajes atravesaban ciudades desoladas, destruidas, abandonadas. Ruinas de un sistema capitalista colapsado a merced de una plaga, de unos invasores extraterrestres, de una explosión nuclear, de un cataclismo, un tsunami, un asteroide, un cambio climático. Solo quedaban los pedazos de lo que una vez fuera nuestro mundo. Estas eran las películas que más me gustaban. Me horrorizaba la idea de enfrentar ese fin del mundo que no trae la muerte sino la incertidumbre. Cómo sería no tener lugar, no tener firmeza, no tener cobijo. Cómo sería depender de mí para sobrevivir, de mi cuerpo y mi fuerza y mi cerebro no más, no depender del sistema.

Con los meses, la pandemia ha ido cambiando, ya no estamos en encierro absoluto, hay muchas personas en la calle, sobre todo aquellas a las que no les queda de otra. Pero yo no he vuelto a salir. Me la paso reordenando los elementos que siguen en filas en el suelo de mi pieza. Agrego una bolsa llena de pilas AA, reemplazo los algodones con un paquete de gasas. Encimo una caja con tapabocas que compré por internet, un cuaderno y un lápiz. Aún no empaco nada. Afuera escucho personas que caminan por las calles y piden comida a gritos. Tienen hambre y yo no. Podría darles algo, pero no lo hago. No salgo de mi refugio, no diezmo mis raciones de comida. En las noticias hablan de la crisis económica, de las razones políticas que orillaron al sistema de salud a un colapso que le impide enfrentar la pandemia. Para mí todo es pura inoperancia política. El sistema es muy endeble. Aun así, se agarra con las uñas, insiste.

Pero las ruinas de este fin del mundo son distintas a las de las películas, no hay edificios derrumbados, no se destruyó el sistema político, aunque tambalea. Las ruinas son más lentas, sutiles para algunos, evidentes para otros, se toman su tiempo en aparecer. El fin del mundo es lento, hace que nos olvidemos de él, hace que nos acostumbremos. Ahora veo el fin del mundo suceder desde mi ventana y desde la pantalla del televisor, temiendo el día que me toque a mí, que sea yo quien tenga que salir, morral al hombro, a buscar la vida en medio de las ruinas de un sistema frágil que fagocita gente para subsistir.

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